Una tristeza infinita

El cielo tenebroso y frígido parecía un símbolo de su alma. Una llovizna impalpable caía arrastrada por ese viento del sudeste que (se decía Bruno) ahonda la tristeza del porteño, que a través de la ventana empañada de un café, mirando a la calle, murmura, qué tiempo del carajo, mientras alguien más profundo en su interior piensa, qué tristeza infinita.

Sobre héroes y tumbas, de Ernesto Sabato.

Cuando terminé de leerlo, lo volví a leer nuevamente y ahora lo estoy haciendo otra vez. Lo mismo me pasa con algunos pensamientos de C. S. Lewis o Luigi Giussani, o incluso escenas de algunas películas como El Hobbit (me encanta la parte donde los enanos comienzan a cantar en la casa de Bilbo, melancólicos, antes de comenzar la aventura).

No es que me guste sentirme triste, para nada. De hecho, cuando leí esas palabras de Sabato me invadió el sentimiento opuesto, la alegría, el gozo. Y para que este sentimiento tarde lo más posible en irse, lo volvía a leer y lo mantenía en la cabeza.

Pero, ¿cómo es que pasa esto? ¿cómo es que una idea, afirmando la miserable condición del hombre, es capaz de despertar alegría y gozo?

La primera respuesta que se me ocurrió es: porque es verdadera, es un pensamiento que habla sobre una verdad nuestra, del hombre. Pero no es posible que uno se alegre de una triste verdad. Una verdad sobre una condición triste debería reforzar la tristeza, hacernos pesimistas incluso. Y si pasa esto, no es extraño que se termine negando, aunque esté hablando de algo cierto. Por eso es que, si bien desconozco si es el caso de Sabato, admiro a aquellas personas que no tienen ningún problema en aceptar una verdad como ésta, en aceptar y abrasar todos los factores de la realidad, y al mismo tiempo, no se cansan de buscar una respuesta. Porque si la pregunta está ahí, tan universalmente ahí, ¿no implica eso ya una primera respuesta?

¿Por qué, entonces, despierta alegría una triste verdad? La razón, finalmente, es que esta verdad no es la última palabra sobre la cuestión. La triste condición del hombre, nuestra condición, la mía, tiene respuesta. Y estoy infinitamente agradecido por poder afirmar esto hoy, por haberme encontrado con ella, o mejor dicho, para ser justos, porque ella me ha encontrado y me encuentra cada día. El cristianismo es respuesta para mi, esa es mi experiencia. Y es una respuesta verdadera para una tristeza verdadera.

Y esta respuesta se hace todavía más atractiva cuando uno profundiza en la pregunta, he aquí la razón del efecto, desconcertante al principio, que tuvo la afirmación de Sabato. Porque, no me canso de repetir las palabras de Reinhold Niebuhr, «no existe nada más absurdo que la respuesta a una pregunta que no se ha planteado o [como agrega Giussani] se ha dejado de plantear».