Ese culto del trabajo bien hecho

Qué bueno fue leer esto, de Charles Péguy, sobre el trabajo. Es una mirada tan nueva hoy, y sin embargo tan antigua. Es así, tal cual. Porque mi viejo y mi vieja me comunicaron lo mismo. Porque sus viejos, mis abuelos, les comunicaron lo mismo.

Justo hoy lo leo, domingo. No se puede arrancar la semana, empezar el lunes, sin un renovado entusiasmo.

Se crea o no, nosotros hemos sido criados en el seno de un pueblo alegre.

Se crea o no, es lo mismo, hemos conocido obreros que tenían ganas de trabajar. Hemos conocido obreros que, al despertar, sólo pensaban en el trabajo. Se levantaban en la mañana —y a aquella hora— cantando con la idea de ir al trabajo. Y cantaban a las once, cuando se preparaban para comer su sopa. En el trabajo estaba su alegría y la raíz profunda de su ser. Y la razón misma de su vida.

Hemos conocido ese culto del trabajo bien hecho perseguido y cultivado hasta al escrúpulo extremo. He visto, durante toda mi infancia, empajar sillas con el mismo idéntico espíritu, y con el mismo corazón, con los cuales aquel pueblo había tallado las propias catedrales.

Un tiempo los obreros no eran siervos. Trabajaban. Cultivaban un honor, absoluto, como se corresponde a un honor. La pata de una silla tenía que estar bien hecha. Era natural, era entendido. Era una prioridad. No hacía falta que estuviera bien hecha por el sueldo, o de modo proporcional al sueldo. No tenía que estar bien hecha por el patrón, ni por los entendedores, ni por los clientes del patrón. Tenía que estar bien hecha de por sí, en sí, en su misma naturaleza. Una tradición llegada, surgida desde lo profundo de la raza, una historia, un absoluto, un honor exigían que aquella pata de la silla estuviera bien hecha. Y cada parte de la silla que no se veía era trabajada con la misma perfección de las partes que se veían. Según el mismo principio de las catedrales. No se trataba de ser vistos o de no ser vistos. Era el trabajo en sí que tenía que ser bien hecho.

Cada cosa, desde el despertar, era un ritmo y un ritual y una ceremonia. Cada hecho era un acontecimiento; consagrado. Cada cosa era una tradición, una enseñanza; todas las cosas tenían su relación interior, constituían la más santa costumbre. Todo era un elevarse, interior, y un rezar, todo el día: el sueño y la vigilia, el trabajo y el medido descanso, la cama y la mesa, la sopa y el novillo, la casa y el jardín, la puerta y el sendero, el patio y la escalera y las vasijas sobre la mesa.

Decían por bromear, y para tomar el pelo a sus curas, que trabajar es rezar, y no sabían que decían bien así. A tal punto el trabajo era una plegaria. Y la fábrica un oratorio.