Ese culto del trabajo bien hecho

Qué bueno fue leer esto, de Charles Péguy, sobre el trabajo. Es una mirada tan nueva hoy, y sin embargo tan antigua. Es así, tal cual. Porque mi viejo y mi vieja me comunicaron lo mismo. Porque sus viejos, mis abuelos, les comunicaron lo mismo.

Justo hoy lo leo, domingo. No se puede arrancar la semana, empezar el lunes, sin un renovado entusiasmo.

Se crea o no, nosotros hemos sido criados en el seno de un pueblo alegre.

Se crea o no, es lo mismo, hemos conocido obreros que tenían ganas de trabajar. Hemos conocido obreros que, al despertar, sólo pensaban en el trabajo. Se levantaban en la mañana —y a aquella hora— cantando con la idea de ir al trabajo. Y cantaban a las once, cuando se preparaban para comer su sopa. En el trabajo estaba su alegría y la raíz profunda de su ser. Y la razón misma de su vida.

Hemos conocido ese culto del trabajo bien hecho perseguido y cultivado hasta al escrúpulo extremo. He visto, durante toda mi infancia, empajar sillas con el mismo idéntico espíritu, y con el mismo corazón, con los cuales aquel pueblo había tallado las propias catedrales.
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Las estatuas vestidas y los hombres desnudos

Hoy leía la opinión de Mario Vargas Llosa sobre «la decisión del gobierno italiano de tapar las figuras desnudas en los Museos Capitolinos durante la visita del presidente iraní», y así «no incomodar a su huésped, Hasan Rohani», que venía acompañado de varios empresarios para firmar unos contratos por 17.000 millones de euros. En una parte el premio Nobel dice:

Se trata, en verdad, de una actitud vergonzante y acomodaticia que parece dar la razón a los fanáticos que, en nombre de una fe primitiva, obtusa y sanguinaria, se creen autorizados a imponer a los otros sus prejuicios y su cerrazón mental, es decir, aquella mentalidad de la que la civilización occidental se fue librando -y librando al mundo- a lo largo de una lucha de siglos en la que cientos de miles, millones de personas se inmolaron para que prevaleciera la cultura de la libertad […]

Pero fue en nuestra civilización occidental, precisamente en la entrega del Balón de Oro, donde recientemente fuimos testigos de la ridícula censura de la FIFA en el video de Neymar, cuando festejaba el título de la Liga de Campeones. Y el argumento fue el mismo que usó el gobierno italiano: «el respeto» hacia el otro, un supuesto otro que no tolera ver una vincha con el texto “100% Jesús” en la frente de un jugador.

«Nuestra cultura», dice el escritor peruano en el artículo, «es lo que somos, nuestra mejor credencial, no hay razón alguna para ocultarla. Al revés: hay que lucirla y exhibirla». Pero si esto es así para «la cultura», nuestra cultura, cuánto más para el propio yo que muchas veces expresa su deseo y su búsqueda de felicidad, y la alegría de haber encontrado una respuesta, en un gesto religioso. Esto es más mío que la cultura. Y de hecho, gracias a estos gestos públicos yo también he encontrado respuestas. El falso respeto nos hace ser ridículos. Vestimos a las estatuas y les pedimos a los hombres que se desnuden.

Un padre más joven que sus hijos

… Podría observarse lo que quiero decir, por ejemplo, en los niños, cuando descubren un juego o una broma que les proporciona especial alegría. Un niño se golpea rítimicamente los talones a causa de un desborde y no de una carencia de vida. Porque los niños rebosan vitalidad por ser en espíritu libres y altivos; de ahí que quieran las cosas repetidas y sin cambios. Siempre dicen «hazlo otra vez»; y el adulto vuelve a hacerlo aproximadamente hasta que se siente morir. Porque la gente grande no es suficientemente fuerte para regocijarse en la monotonía. Pero tal vez Dios sea bastante fuerte para regocijarse en ella. Es posible que Dios diga al sol cada mañana: «hazlo otra vez», y cada noche diga a la luna: «hazlo otra vez».

Puede que todas las margaritas sean iguales, no por una necesidad automática; puede que Dios haga separadamente cada margarita y que nunca se haya cansado de hacerlas iguales. Puede que Él tenga el eterno instinto de la infancia; porque pecamos y envejecemos, y nuestro Padre es más joven que nosotros.

(G. K. Chesterton, Ortodoxia).

París, Chesterton y los coches de alquiler

Esta semana fui al médico. La última vez que nos vimos, me contó que se iría de vacaciones, así que, no bien llegué, le pregunté cómo le había ido. «No me quería volver», me dijo entre risas. Igual que un amigo. La última vez que nos vimos, me comentó de la «angustia» de volver de las vacaciones. Y lo mismo me pasa a veces, también en estos fines de semana largos.

Más allá de las respuestas estándares que todos damos («¿Cómo andás?», «Muy bien»; «¿Qué tal el finde?», «Tranqui»; «¿Qué tal tu día?», «Laburando como loco»; etc.), me parece que sería ingenuo no ver que, a veces, hay algo más detrás de ellas: «Me encantaría vivir de vacaciones, no tener que volver al sufrimiento del trabajo diario y rutinario»; «Siempre estoy bien, qué se yo; mi vida es así, no pasa nada especial»; «El trabajo es lo único que tengo, no sé qué haría sin él». Pero lo sorprendente no son estas respuestas, que todos damos, sino lo que viene después: nada, no muevo un pelo, me quedo tranquilo y la vida sigue. ¡Cuántas veces hacemos esto! Me recuerda a la terrible historia de Frank y April Wheeler en Revolutionary Road, una película basada en la novela de Richard Yates.
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La ética en el país de los elfos

Cuando lo leía, me acordaba del momento en que le mostré a mi viejo las fotos de nuestro viaje a Potrerillos (Mendoza). «Qué increíble las montañas», me dijo, pensativo, «¿cómo puede ser que estén ahí?». Entonces le comencé a explicar cómo se forman las montañas: por el movimiento de las capas inferiores de la tierra (o algo así). «Sí, pero ¿cómo puede ser que estén ahí?», insistió, para finalmente agregar: «A eso no lo hizo el hombre». En ese momento, me di cuenta de que no había entendido la pregunta. Era el asombro por la realidad lo que me estaba señalando, no los detalles superficiales. Me sentí un poco como alguien que va acompañado a un desierto y encuentra un televisor funcionando con energía solar. Me había puesto a explicar cómo yo creía que funcionaba el sistema, en lugar de asombrarme de que existiera semejante instalación en ese solitario lugar.
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Una tristeza infinita

El cielo tenebroso y frígido parecía un símbolo de su alma. Una llovizna impalpable caía arrastrada por ese viento del sudeste que (se decía Bruno) ahonda la tristeza del porteño, que a través de la ventana empañada de un café, mirando a la calle, murmura, qué tiempo del carajo, mientras alguien más profundo en su interior piensa, qué tristeza infinita.

Sobre héroes y tumbas, de Ernesto Sabato.

Cuando terminé de leerlo, lo volví a leer nuevamente y ahora lo estoy haciendo otra vez. Lo mismo me pasa con algunos pensamientos de C. S. Lewis o Luigi Giussani, o incluso escenas de algunas películas como El Hobbit (me encanta la parte donde los enanos comienzan a cantar en la casa de Bilbo, melancólicos, antes de comenzar la aventura).

No es que me guste sentirme triste, para nada. De hecho, cuando leí esas palabras de Sabato me invadió el sentimiento opuesto, la alegría, el gozo. Y para que este sentimiento tarde lo más posible en irse, lo volvía a leer y lo mantenía en la cabeza.

Pero, ¿cómo es que pasa esto? ¿cómo es que una idea, afirmando la miserable condición del hombre, es capaz de despertar alegría y gozo?

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¿Una luz ilusoria?

[…]

2. Sin embargo, al hablar de la fe como luz, podemos oír la objeción de muchos contemporáneos nuestros. En la época moderna se ha pensado que esa luz podía bastar para las sociedades antiguas, pero que ya no sirve para los tiempos nuevos, para el hombre adulto, ufano de su razón, ávido de explorar el futuro de una nueva forma. En este sentido, la fe se veía como una luz ilusoria, que impedía al hombre seguir la audacia del saber. El joven Nietzsche invitaba a su hermana Elisabeth a arriesgarse, a «emprender nuevos caminos… con la inseguridad de quien procede autónomamente». Y añadía: «Aquí se dividen los caminos del hombre; si quieres alcanzar paz en el alma y felicidad, cree; pero si quieres ser discípulo de la verdad, indaga»[3]. Con lo que creer sería lo contrario de buscar. A partir de aquí, Nietzsche critica al cristianismo por haber rebajado la existencia humana, quitando novedad y aventura a la vida. La fe sería entonces como un espejismo que nos impide avanzar como hombres libres hacia el futuro.

[3] Brief an Elisabeth Nietzsche (11 junio 1865), en Werke in drei Bänden, München 1954, 953s.

Qué bueno encontrarse con Ratzinger. Fue lo primero que pensé al leer este fragmento de Lumen Fidei, la cual fue escrita en gran parte por él. Es que representa, por lo menos para mi, una bocanada de aire fresco. Me pregunto qué tipo de textos vamos a comenzar a leer con Francisco en las próximas encíclicas y documentos.

“¿Podemos todavía creer? … El cristiano de hoy tiene que hacerse estas preguntas y no debe contentarse con comprobar que, a pesar de las amenazas y cambios, siempre hay a la mano una interpretación del cristianismo que no escandaliza”, decía en Introducción al cristianismo. Es que Ratzinger era capaz de llegar a agnósticos y ateos como Mario Vargas Llosa, que destacaba las “novedosas y audaces reflexiones” que el ahora Papa emérito hacía, donde “lectores no creyentes podían leer con provecho y a menudo —a mí me ha ocurrido— turbación”.

¿Qué es el cristianismo?

Imaginemos el mundo como una inmensa llanura, en la que innumerables grupos humanos se afanan bajo la dirección de sus ingenieros y arquitectos, con proyectos de formas dispares, en construir puentes de mil arcos que sirvan de enlace entre la tierra y el cielo, entre el lugar efímero de su morada y la «estrella» del destino. La llanura está atestada de un sinfín de obras en las que se desarrolla un febril trabajo. En un determinado momento llega un hombre, abarca con la mirada todo ese intenso trabajo de construcción y, llegado un punto, grita: “¡Parad!”. Poco a poco, empezando por los que se hallan más cerca, todos van suspendiendo el trabajo y le miran. Él dice: “Sois grandes, y nobles; vuestro esfuerzo es sublime, pero triste, porque no es posible que consigáis construir el camino que una vuestra tierra con el misterio último. Abandonad vuestros proyectos, soltad vuestras herramientas; el destino se ha apiadado de vosotros. Seguidme, el puente lo construiré yo; de hecho, yo soy el destino”.

Intentemos imaginar la reacción de toda esa gente ante semejantes afirmaciones. En primer lugar los arquitectos, los maestros de obra, los mejores oficiales institivamente se encontrarán diciendo a sus obreros: “No detengáis el trabajo; ánimo, volvamos a la obra. ¿No os dais cuenta de que este hombre es un loco?”. “Cierto, está loco”, respondería como eco la gente. “Se ve que está loco”, comentarían reemprendiendo el trabajo según la orden de sus jefes. Solamente algunos no apartan de él la mirada, están hondamente impresionados; no obedecen como la masa a sus jefes, se acercan a él y le siguen.

Bien, esta forma fantástica resume lo que ha sucedido en la historia, lo que sucede en la historia todavía.

(extraído de “Los orígenes de la pretensión cristiana”, de Luigi Giussani).

Esta historia parece una locura: el misterio, el destino, eso que universalmente las religiones han llamado “Dios”, habría entrado en el tiempo, en nuestro tiempo, en nuestra historia, y nos habría hablado en términos comprensibles.

En este punto, al encontrarnos ante semejante hipótesis, es donde vemos de qué está hecha nuestra razón. Nos podemos hacer dos tipos de preguntas. La primera es: “¿es razonable que esto haya pasado, es decir, que Dios haya intervenido?”. La segunda pregunta es: “¿es verdad que esto ha sucedido?”. Son dos posturas totalmente distintas. La primera considera a la razón como la medida de todas las cosas. Para la segunda postura la razón es una ventana abierta a toda la realidad.