Una tristeza infinita

El cielo tenebroso y frígido parecía un símbolo de su alma. Una llovizna impalpable caía arrastrada por ese viento del sudeste que (se decía Bruno) ahonda la tristeza del porteño, que a través de la ventana empañada de un café, mirando a la calle, murmura, qué tiempo del carajo, mientras alguien más profundo en su interior piensa, qué tristeza infinita.

Sobre héroes y tumbas, de Ernesto Sabato.

Cuando terminé de leerlo, lo volví a leer nuevamente y ahora lo estoy haciendo otra vez. Lo mismo me pasa con algunos pensamientos de C. S. Lewis o Luigi Giussani, o incluso escenas de algunas películas como El Hobbit (me encanta la parte donde los enanos comienzan a cantar en la casa de Bilbo, melancólicos, antes de comenzar la aventura).

No es que me guste sentirme triste, para nada. De hecho, cuando leí esas palabras de Sabato me invadió el sentimiento opuesto, la alegría, el gozo. Y para que este sentimiento tarde lo más posible en irse, lo volvía a leer y lo mantenía en la cabeza.

Pero, ¿cómo es que pasa esto? ¿cómo es que una idea, afirmando la miserable condición del hombre, es capaz de despertar alegría y gozo?

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