La verdadera esencia de todo

Estoy leyendo «Cautivado por la alegría», de C. S. Lewis. Me gustó mucho lo que cuenta sobre el «primer amigo duradero» que hizo en Oxford: Alfred Kenneth Hamilton Jenkin. Ir hasta el fondo de las cosas, también de mis errores y pecados, sin miedo:

[…] Jenkin parecía disfrutar de todo, incluso de la fealdad. De él aprendí que debemos intentar someternos totalmente y al instante a cualquier ambiente que se nos presente, que debemos buscar en una ciudad mugrienta esos lugares en los que su mugre llegue a horror y sublimidad, que en un día triste debemos buscar el bosque más triste y húmedo, que en un día de viento debemos buscar la sierra más ventosa. No había en ello nada de ironía betjamánnica sino sólo una determinación seria, aunque alegre, de meter la narices en la verdadera esencia de todo, de regodearse en su ser (tan magníficamente), fuera lo que fuese.

El «difícil oficio de vivir»

Qué bueno fue encontrarme hoy con estas palabras de Bruno, en Sobre héroes y tumbas. No se puede perdonar a alguien invocando valores que aprendimos. Para perdonar «hace falta otro punto de vista» (¿dónde leí esto? no encuentro la fuente). Hace falta reconocer el valor infinito que tiene el otro. Y hoy esto me quedó clarísimo al leer este texto. Y seguramente en el futuro va a hacer falta que me quede claro otra vez. Uno nunca termina de aprender, de cambiar y de transformarse, así es la vida, así es el «difícil [y apasionante] oficio de vivir».

A los pocos días me iba a Capitán Olmos. Serían las últimas vacaciones en mi pueblo. Mi padre estaba ya envejecido pero seguía siendo duro y áspero. Me sentía lejos de él y de mis hermanos, mi alma estaba agitada por vagos impulsos, pero todos mis deseos eran inciertos e imprecisos. […] De todos modos pasé aquellas vacaciones mirando mi pueblo sin verlo. Tenían que transcurrir muchos años, sufrir yo muchos golpes, perder grandes ilusiones y conocer multitud de gente para recuperar en cierto modo a mi padre y a mi pueblo natal; ya que siempre el camino hacia lo más íntimo es un largo periplo que pasa por seres y universos. Así lo recuperaría a mi padre. Pero, como casi siempre pasa, cuando era demasiado tarde. Si en aquel entonces hubiera intuido que lo veía sano por última vez, si hubiera adivinado que veinticinco años después lo vería convertido en un sucio montón de huesos y vísceras en podredumbre, mirándome tristemente desde el fondo de unos ojos ya casi ajenos a este mundo, entonces habría tratado de comprender a aquel hombre áspero pero bueno, enérgico pero candoroso, violento pero puro. Pero siempre entendemos demasiado tarde a los seres que más cerca están de nosotros, y cuando empezamos a aprender este difícil oficio de vivir ya tenemos que morirnos, y sobre todo ya han muerto aquellos en quienes más habría importado aplicar nuestra sabiduría.

«Faltan niños» y razones de fondo

Acabo de leer un interesante artículo de Gary Becker, premio Nobel de economía en 1992, sobre la crisis demográfica que afecta a varios países. Se titula “Faltan niños”, y se puede ver en este enlace.

En mi humilde opinión, y coincidiendo en parte con el pesimismo de Becker, ningún subsidio puede hacer que unos potenciales padres “gasten” su vida en criar niños. No creo que sean suficientes los incentivos de tipo económico, sencillamente porque la vida es más valiosa que el dinero. Creo que hacen falta motivos más profundos, aquellas razones reales que tienen que ver con la vida misma. Yo creo que casarse y tener hijos hace mi vida más grande, hace que me enfrente a más situaciones, que desarrolle aptitudes mías que de otra forma sería imposible. Es algo que ya vengo experimentando a menos de un año de estar casado. Me imagino lo que debe ser con hijos.

Casarse es lanzarse a una aventura. Si no hay certezas de fondo, puede ser una locura hacerlo, pero si las hay y son las adecuadas, es algo que embellece la vida. Por supuesto que hay otras opciones de vida, pero si uno “está hecho” para esto y no se anima, es como quedarse encerrado en la casa, con miedo a salir o por aburrimiento, como estuvo a punto de hacer Bilbo ante la invitación de Gandalf y los enanos (ya se, es una historia de ficción, sí, pero con muchísimas situaciones humanas bien reales). Casi prefiere los platos de su madre y una vida cómoda y aburrida, en lugar de una aventura que al final lo transforma completamente, y que hizo que su vida sea, por así decir, más abundante.

Al menos estas son mis razones de fondo.

Una tristeza infinita

El cielo tenebroso y frígido parecía un símbolo de su alma. Una llovizna impalpable caía arrastrada por ese viento del sudeste que (se decía Bruno) ahonda la tristeza del porteño, que a través de la ventana empañada de un café, mirando a la calle, murmura, qué tiempo del carajo, mientras alguien más profundo en su interior piensa, qué tristeza infinita.

Sobre héroes y tumbas, de Ernesto Sabato.

Cuando terminé de leerlo, lo volví a leer nuevamente y ahora lo estoy haciendo otra vez. Lo mismo me pasa con algunos pensamientos de C. S. Lewis o Luigi Giussani, o incluso escenas de algunas películas como El Hobbit (me encanta la parte donde los enanos comienzan a cantar en la casa de Bilbo, melancólicos, antes de comenzar la aventura).

No es que me guste sentirme triste, para nada. De hecho, cuando leí esas palabras de Sabato me invadió el sentimiento opuesto, la alegría, el gozo. Y para que este sentimiento tarde lo más posible en irse, lo volvía a leer y lo mantenía en la cabeza.

Pero, ¿cómo es que pasa esto? ¿cómo es que una idea, afirmando la miserable condición del hombre, es capaz de despertar alegría y gozo?

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La nota de la vida

(…)

Había escuchado muchísimas veces “La gota” de Chopin, porque le gustaba mucho a mi padre. Y también a mí, a medida que me hacía mayor – nueve años, diez años… -, me empezó a gustar, porque la melodía que está en primer plano es fácil de entender y es muy agradable. En un primer momento se me imponía la sugestividad de la música que aparece en primer plano. Pero después de decenas y decenas de veces de haberlo escuchado, una vez, mientras estaba sentado en el salón, mi padre puso otra vez esta pieza: de repente me dí cuenta que no había comprendido nada de lo que era la Gota. (…)

De hecho el verdadero tema de la pieza no era la música que estaba en primer plano, aquella melodía inmediata, tierna y sugestiva: (…) su significado verdadero era algo aparentemente monótono, tan monótono que se reducía a una sola nota que se repetía continuamente, con algunas ligeras variaciones, desde el principio hasta el final. Pero cuando un hombre se da cuenta de esta nota es como si el resto pasara a segundo plano (…) Aquel día comprendí, sin poderlo expresar con palabras; intuí de qué se trataba. Me dije a mí mismo “¡Así es la vida!”. El pasaje de Chopin es bellísimo porque es símbolo de la vida.

En la vida el hombre está recorrido por las cosas que lo enternecen y le atraen más instintivamente, que le gustan, que le son de provecho. En suma, domina lo instintivo, lo inmediato, lo fácil, lo arrollador. Y sin embargo la música está más allá de la música que está en primer plano: es una sola nota desde el principio hasta el fin, desde que se es joven hasta que se llega a viejo. ¡Una sola nota! Cuando uno se da cuenta de esta nota, ya no la pierde jamás, no puede perderla ya: permanece como una fijación, pero es la fijación que hace al sabio. Es la fijación que hace al hombre: el deseo de la felicidad.

Luigi Giussani

Un genio que ayuda a entender a otro genio. Me encantó este texto de Giussani. Les dejo abajo el texto completo, por si lo quieren leer sin perderse ningún detalle.

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¿Una luz ilusoria?

[…]

2. Sin embargo, al hablar de la fe como luz, podemos oír la objeción de muchos contemporáneos nuestros. En la época moderna se ha pensado que esa luz podía bastar para las sociedades antiguas, pero que ya no sirve para los tiempos nuevos, para el hombre adulto, ufano de su razón, ávido de explorar el futuro de una nueva forma. En este sentido, la fe se veía como una luz ilusoria, que impedía al hombre seguir la audacia del saber. El joven Nietzsche invitaba a su hermana Elisabeth a arriesgarse, a «emprender nuevos caminos… con la inseguridad de quien procede autónomamente». Y añadía: «Aquí se dividen los caminos del hombre; si quieres alcanzar paz en el alma y felicidad, cree; pero si quieres ser discípulo de la verdad, indaga»[3]. Con lo que creer sería lo contrario de buscar. A partir de aquí, Nietzsche critica al cristianismo por haber rebajado la existencia humana, quitando novedad y aventura a la vida. La fe sería entonces como un espejismo que nos impide avanzar como hombres libres hacia el futuro.

[3] Brief an Elisabeth Nietzsche (11 junio 1865), en Werke in drei Bänden, München 1954, 953s.

Qué bueno encontrarse con Ratzinger. Fue lo primero que pensé al leer este fragmento de Lumen Fidei, la cual fue escrita en gran parte por él. Es que representa, por lo menos para mi, una bocanada de aire fresco. Me pregunto qué tipo de textos vamos a comenzar a leer con Francisco en las próximas encíclicas y documentos.

“¿Podemos todavía creer? … El cristiano de hoy tiene que hacerse estas preguntas y no debe contentarse con comprobar que, a pesar de las amenazas y cambios, siempre hay a la mano una interpretación del cristianismo que no escandaliza”, decía en Introducción al cristianismo. Es que Ratzinger era capaz de llegar a agnósticos y ateos como Mario Vargas Llosa, que destacaba las “novedosas y audaces reflexiones” que el ahora Papa emérito hacía, donde “lectores no creyentes podían leer con provecho y a menudo —a mí me ha ocurrido— turbación”.

¿Qué es el cristianismo?

Imaginemos el mundo como una inmensa llanura, en la que innumerables grupos humanos se afanan bajo la dirección de sus ingenieros y arquitectos, con proyectos de formas dispares, en construir puentes de mil arcos que sirvan de enlace entre la tierra y el cielo, entre el lugar efímero de su morada y la «estrella» del destino. La llanura está atestada de un sinfín de obras en las que se desarrolla un febril trabajo. En un determinado momento llega un hombre, abarca con la mirada todo ese intenso trabajo de construcción y, llegado un punto, grita: “¡Parad!”. Poco a poco, empezando por los que se hallan más cerca, todos van suspendiendo el trabajo y le miran. Él dice: “Sois grandes, y nobles; vuestro esfuerzo es sublime, pero triste, porque no es posible que consigáis construir el camino que una vuestra tierra con el misterio último. Abandonad vuestros proyectos, soltad vuestras herramientas; el destino se ha apiadado de vosotros. Seguidme, el puente lo construiré yo; de hecho, yo soy el destino”.

Intentemos imaginar la reacción de toda esa gente ante semejantes afirmaciones. En primer lugar los arquitectos, los maestros de obra, los mejores oficiales institivamente se encontrarán diciendo a sus obreros: “No detengáis el trabajo; ánimo, volvamos a la obra. ¿No os dais cuenta de que este hombre es un loco?”. “Cierto, está loco”, respondería como eco la gente. “Se ve que está loco”, comentarían reemprendiendo el trabajo según la orden de sus jefes. Solamente algunos no apartan de él la mirada, están hondamente impresionados; no obedecen como la masa a sus jefes, se acercan a él y le siguen.

Bien, esta forma fantástica resume lo que ha sucedido en la historia, lo que sucede en la historia todavía.

(extraído de “Los orígenes de la pretensión cristiana”, de Luigi Giussani).

Esta historia parece una locura: el misterio, el destino, eso que universalmente las religiones han llamado “Dios”, habría entrado en el tiempo, en nuestro tiempo, en nuestra historia, y nos habría hablado en términos comprensibles.

En este punto, al encontrarnos ante semejante hipótesis, es donde vemos de qué está hecha nuestra razón. Nos podemos hacer dos tipos de preguntas. La primera es: “¿es razonable que esto haya pasado, es decir, que Dios haya intervenido?”. La segunda pregunta es: “¿es verdad que esto ha sucedido?”. Son dos posturas totalmente distintas. La primera considera a la razón como la medida de todas las cosas. Para la segunda postura la razón es una ventana abierta a toda la realidad.

La Belleza se ha hecho carne

“Y con el nuevo / comienzo de mi día oscuro, incierto, / te supuse de paso en esta tierra. / Pero nada existe en este suelo / que a ti se te asemeje”
(G. Leopardi, poeta italiano).

Comparto este fragmento de unos textos que estuve leyendo estos días:

[…] Un día, don Gaetano Corti, su profesor de Religión en el seminario, explicó la primera página del Evangelio de san Juan: «En un momento dado dijo: “Veis: ‘el Verbo se ha hecho carne’ quiere decir que ‘la Belleza se ha hecho carne’, ‘la Justicia se ha hecho carne’, ‘la Verdad se ha hecho carne’. Belleza, Justicia y Verdad eran un hombre, nacido de una mujer, que caminaba por los caminos de este mundo”. Para mí fue como un rayo, como una fulguración. Yo siempre había estado enamorado de Leopardi. En una poesía que siempre me había gustado, A su dama, Leopardi se dirige a la Mujer con “M” mayúscula, a la Belleza con “B” mayúscula. Y dice con pasión: “Y con el nuevo / comienzo de mi día oscuro, incierto, / te supuse de paso en esta tierra. / Pero nada existe en este suelo / que a ti se te asemeje”. Y dice también: “Ya no tengo esperanza / de contemplarte viva, / si ya no fuese que, solo y desnudo, / por otra vía y hacia extraña estancia / vaya mi espíritu”. Comprendí de golpe, en aquella fulguración, que “el Verbo se ha hecho carne” era el vuelco completo de aquella tristeza. Era el anuncio de que esta Belleza se encuentra “de verdad” por los caminos de este mundo». Quid est veritas? Vir qui adest. (“¿Qué es la verdad? Un hombre que está entre nosotros”. San Agustín).

Qué hermoso ha sido leer esto, de Luigi Giussani.