Yo les digo a ustedes que me escuchan: amen a sus enemigos, hagan el bien a los que los odian, bendigan a los que los maldicen, rueguen por los que los maltratan. Al que te golpea en una mejilla, preséntale también la otra. Al que te arrebata el manto, entrégale también el vestido. Da al que te pide, y al que te quita lo tuyo, no se lo reclames.
Traten a los demás como quieren que ellos les traten a ustedes. Porque si ustedes aman a los que los aman, ¿qué mérito tienen? Hasta los malos aman a los que los aman. Y si hacen bien a los que les hacen bien, ¿qué gracia tiene? También los pecadores obran así. Y si prestan algo a los que les pueden retribuir, ¿qué gracia tiene? También los pecadores prestan a pecadores para que éstos correspondan con algo.
Amen a sus enemigos, hagan el bien y presten sin esperar nada a cambio. Entonces la recompensa de ustedes será grande y serán hijos del Altísimo, que es bueno con los ingratos y los pecadores. Sean compasivos como es compasivo el Padre de ustedes.
No juzguen y no serán juzgados; no condenen y no serán condenados; perdonen y serán perdonados. Den, y se les dará; se les echará en su delantal una medida colmada, apretada y rebosante. Porque con la medida que ustedes midan serán medidos ustedes.
Lucas 6, 27-38. Esa fue la lectura del domingo pasado. Y realmente, las palabras de Jesús son una locura. ¿A quién se le ocurre que eso es posible? ¿Quién es capaz de poner, luego de una bofetada, la otra mejilla? ¿Cómo hacían, o qué tenían esos primeros cristianos, perseguidos por su fe, que al entrar en el coliseo para ser comida de leones cantaban alegres y alababan a Dios? ¿Qué tenía la Madre Teresa de Calcuta para decidir dedicar toda su vida a los más pobres y enfermos?
Les mando un saludo a todos. Los dejo con la reflexión del padre Sergio Córdova:
En cierta ocasión surgió un altercado entre dos hombres, y comenzaron a discutir. En el transcurso del pleito los ánimos se fueron calentando y se cruzaron palabras no demasiado afectuosas, hasta que uno de ellos soltó un bofetón a su interlocutor. Como éste era buen cristiano, le puso la otra mejilla. Al otro le gustó ese gesto y no quiso desaprovechar la oportunidad. Después, el que había recibido las dos “caricias”, se arremangó la camisa, diciendo: “¡Hasta aquí llegó el Evangelio!”… y ya podemos imaginar lo que vino después.
Bueno, dejando de lado el chiste, lo cierto es que nuestro Señor nos dejó en el Evangelio unas enseñanzas y mandamientos muy desconcertantes, humanamente hablando: “Amad a vuestros enemigos, haced el bien a los que os odian, orad por los que os injurian. Al que te pegue en una mejilla, preséntale también la otra; al que te quite la capa, déjale también la túnica. A quien te pide, dale; al que se lleve lo tuyo, no se lo reclames.”. No es un lenguaje fácil de aceptar. Nos sentimos tentados a pensar que eso sólo lo hacen los “mensos”, los débiles de carácter o los que no tienen personalidad para defenderse y responder con fuerza al agresor. ¡No es posible dejarse pisotear impunemente sin oponer resistencia!
El mensaje de nuestro Señor es paradójico. El mandamiento de la caridad y del perdón que Cristo vino a traernos es una paradoja porque el criterio del mundo es muy diferente. Y muchos no lo entienden porque exige una grandísima humildad y una tonelada de dominio personal y de carácter para no dejarse arrastrar por las propias pasiones de ira o de soberbia. Pero sobre todo exige una montaña de amor y de bondad para no permitir que se encienda el odio y la venganza. Todas las guerrillas y las acciones terroristas que estamos viendo hoy en los medios de comunicación tienen su raíz aquí: en no saber perdonar. El perdón es una palabra que no existe en el corazón de muchos hombres. Por eso no hay paz ni diálogo para superar los conflictos, sino violencia, terror, armas y muertes. Sigue siendo la lógica del “superhombre” y de la “voluntad de poder” que Nietzsche proclamaba.
Pero el mensaje de Cristo está en abierto antagonismo a la mentalidad egoísta del mundo: “Tratad a los demás como queréis que ellos os traten. Sed compasivos como vuestro Padre celestial es compasivo; no juzguéis y no seréis juzgados; no condenéis y no seréis condenados; perdonad y seréis perdonados; dad y se os dará: os verterán una medida generosa, apretada, colmada, rebosante. La medida que vosotros uséis la usarán con vosotros”.
Tsu-Kong preguntó en una ocasión a su maestro: “¿Existe un mandamiento al que se deba obedecer en toda circunstancia?”. Y el maestro respondió: “Sí, y es éste: ama a tu prójimo como a ti mismo. No harás a los demás lo que no quisieras que te hicieran a ti”. Y luego añadió: “Hacer el bien a quien te hace el mal: es ésta la bondad más alta del hombre con corazón. Pero pagar las acciones buenas con malas es propio de malvados y de gente desalmada”. Esto lo enseñaba Confucio seis siglos antes de Cristo. Una doctrina que en esto se acerca mucho al mensaje de Jesús. Y es que la bondad y el respeto, antes que virtudes cristianas, son la raíz de la verdadera humanidad.
Se suele decir que “el que a hierro mata, a hierro muere”. Y, efectivamente, muchas veces la justicia humana –que en estos casos tiene muy poco de justicia y mucho de venganza– reivindica las ofensas recibidas y paga las deudas con más muertes. Pero también, y con mucha mayor razón, se verifica lo contrario: el que siembra amor, cosecha amor. Y recoge el fruto multiplicado por mil. El que siembra la alegría y el amor en el jardín de su hermano, la ve florecer enseguida en el suyo.
Por desgracia, no siempre se recibe bien por bien. El primer ministro israelí, Yitzhak Rabin (Jerusalén 1922–Tel Aviv 1995), premio Nobel de la paz en 1994, fue asesinado por un violento activista de extrema derecha, Ygal Amir. Motivo: por las negociaciones de paz que estaba llevando a cabo con Yasser Arafat y con los palestinos. Era el 4 de noviembre de 1995. Poco antes del atentado, había hecho esta declaración: “Hemos sido capaces de reconstruir pueblos y naciones, y de hacer florecer el desierto, pero aún no hemos sido capaces de aprender a perdonar y de vivir en paz”.
El mensaje de Cristo no es fácil. El perdón no nos sale espontáneamente de dentro. Es una conquista ardua. Es necesario aprender a amar y a perdonar. Y en ocasiones exige mucho heroísmo. Por eso la Iglesia venera como a santos a muchos de sus hijos que han dado su vida perdonando a sus enemigos, incluso a sus mismos verdugos. Jesucristo encabeza una larguísima lista de héroes y de mártires. Y a lo largo de la historia de la Iglesia muchísimos cristianos han seguido sus huellas: san Esteban, santa Inés, san Lorenzo, santo Tomás Moro, san Pablo Miki, santa María Goretti y miles y miles más.
Ésta es la locura del amor cristiano. Éstos son los locos que han dado su vida por Cristo. Pero son ellos los que han recibido la corona de gloria más excelente y la dicha imperecedera de la felicidad eterna: “Así tendréis un gran premio en el cielo y seréis hijos de vuestro Padre celestial, que es bueno con todos, también con los malos e ingratos”. Y estos santos, a pesar de haber sido víctimas de inhumanidad, han hecho el mundo un poco más humano. Gracias a ellos podemos vivir con paz y esperanza.
Ojalá que también nosotros seamos “locos” por Cristo. Porque su mensaje –como nos dice san Pablo– es “escándalo para los judíos y locura para los gentiles, pero poder y sabiduría para los llamados” (I Cor 1, 23-24). Sólo los “locos” pueden hacer algo por Cristo y por sus hermanos. Los “cuerdos” difícilmente llegan al cielo.