La ética en el país de los elfos

Cuando lo leía, me acordaba del momento en que le mostré a mi viejo las fotos de nuestro viaje a Potrerillos (Mendoza). «Qué increíble las montañas», me dijo, pensativo, «¿cómo puede ser que estén ahí?». Entonces le comencé a explicar cómo se forman las montañas: por el movimiento de las capas inferiores de la tierra (o algo así). «Sí, pero ¿cómo puede ser que estén ahí?», insistió, para finalmente agregar: «A eso no lo hizo el hombre». En ese momento, me di cuenta de que no había entendido la pregunta. Era el asombro por la realidad lo que me estaba señalando, no los detalles superficiales. Me sentí un poco como alguien que va acompañado a un desierto y encuentra un televisor funcionando con energía solar. Me había puesto a explicar cómo yo creía que funcionaba el sistema, en lugar de asombrarme de que existiera semejante instalación en ese solitario lugar.
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Un gran desafío, una gran compañía

Gandalf: You’ll have a tale or two to tell of your own when you come back.
Bilbo: Can you promise that I will come back?
Gandalf: No… and if you do… you will not be the same.

(The Hobbit, An Unexpected Journey)

Esta semana me acordé de este diálogo entre los personajes de Tolkien. ¿Nos les hace recordar que en la vida no hay que tener miedo de asumir desafíos y comprometerse? Pero no se puede asumir un gran desafío sin la certeza en una presencia que me acompañe.

El ojo de Apolo y la naturaleza del hombre

Me encantó este diálogo entre el detective Flambeau y su amigo, el principal protagonista de los mejores cuentos de G. K. Chesterton. A este lo saqué de «El ojo de Apolo».

—Tengo entendido —explicó Flambeau— que, según la teoría de esta gente, el hombre puede soportarlo todo, siempre que su espíritu sea firme. Sus dos símbolos principales son el sol y el ojo alerta, porque dicen que el hombre enteramente sano puede mirar al sol de frente.
—Un hombre enteramente sano —observó el padre Brown—, no se molestaría por eso.
—Bueno: eso es todo lo que yo sé de la nueva religión —prosiguió Flambeau—. Naturalmente, se jactan también de curar todos los males del cuerpo.
—¿Y curarán el único mal del alma? —preguntó con curiosidad el padre Brown.
—¿Cuál es? —dijo el otro, sonriendo.
—¡Oh! Pensar que está uno enteramente sano y perfecto— dijo su amigo.

La verdadera esencia de todo

Estoy leyendo «Cautivado por la alegría», de C. S. Lewis. Me gustó mucho lo que cuenta sobre el «primer amigo duradero» que hizo en Oxford: Alfred Kenneth Hamilton Jenkin. Ir hasta el fondo de las cosas, también de mis errores y pecados, sin miedo:

[…] Jenkin parecía disfrutar de todo, incluso de la fealdad. De él aprendí que debemos intentar someternos totalmente y al instante a cualquier ambiente que se nos presente, que debemos buscar en una ciudad mugrienta esos lugares en los que su mugre llegue a horror y sublimidad, que en un día triste debemos buscar el bosque más triste y húmedo, que en un día de viento debemos buscar la sierra más ventosa. No había en ello nada de ironía betjamánnica sino sólo una determinación seria, aunque alegre, de meter la narices en la verdadera esencia de todo, de regodearse en su ser (tan magníficamente), fuera lo que fuese.

El «difícil oficio de vivir»

Qué bueno fue encontrarme hoy con estas palabras de Bruno, en Sobre héroes y tumbas. No se puede perdonar a alguien invocando valores que aprendimos. Para perdonar «hace falta otro punto de vista» (¿dónde leí esto? no encuentro la fuente). Hace falta reconocer el valor infinito que tiene el otro. Y hoy esto me quedó clarísimo al leer este texto. Y seguramente en el futuro va a hacer falta que me quede claro otra vez. Uno nunca termina de aprender, de cambiar y de transformarse, así es la vida, así es el «difícil [y apasionante] oficio de vivir».

A los pocos días me iba a Capitán Olmos. Serían las últimas vacaciones en mi pueblo. Mi padre estaba ya envejecido pero seguía siendo duro y áspero. Me sentía lejos de él y de mis hermanos, mi alma estaba agitada por vagos impulsos, pero todos mis deseos eran inciertos e imprecisos. […] De todos modos pasé aquellas vacaciones mirando mi pueblo sin verlo. Tenían que transcurrir muchos años, sufrir yo muchos golpes, perder grandes ilusiones y conocer multitud de gente para recuperar en cierto modo a mi padre y a mi pueblo natal; ya que siempre el camino hacia lo más íntimo es un largo periplo que pasa por seres y universos. Así lo recuperaría a mi padre. Pero, como casi siempre pasa, cuando era demasiado tarde. Si en aquel entonces hubiera intuido que lo veía sano por última vez, si hubiera adivinado que veinticinco años después lo vería convertido en un sucio montón de huesos y vísceras en podredumbre, mirándome tristemente desde el fondo de unos ojos ya casi ajenos a este mundo, entonces habría tratado de comprender a aquel hombre áspero pero bueno, enérgico pero candoroso, violento pero puro. Pero siempre entendemos demasiado tarde a los seres que más cerca están de nosotros, y cuando empezamos a aprender este difícil oficio de vivir ya tenemos que morirnos, y sobre todo ya han muerto aquellos en quienes más habría importado aplicar nuestra sabiduría.

«Faltan niños» y razones de fondo

Acabo de leer un interesante artículo de Gary Becker, premio Nobel de economía en 1992, sobre la crisis demográfica que afecta a varios países. Se titula “Faltan niños”, y se puede ver en este enlace.

En mi humilde opinión, y coincidiendo en parte con el pesimismo de Becker, ningún subsidio puede hacer que unos potenciales padres “gasten” su vida en criar niños. No creo que sean suficientes los incentivos de tipo económico, sencillamente porque la vida es más valiosa que el dinero. Creo que hacen falta motivos más profundos, aquellas razones reales que tienen que ver con la vida misma. Yo creo que casarse y tener hijos hace mi vida más grande, hace que me enfrente a más situaciones, que desarrolle aptitudes mías que de otra forma sería imposible. Es algo que ya vengo experimentando a menos de un año de estar casado. Me imagino lo que debe ser con hijos.

Casarse es lanzarse a una aventura. Si no hay certezas de fondo, puede ser una locura hacerlo, pero si las hay y son las adecuadas, es algo que embellece la vida. Por supuesto que hay otras opciones de vida, pero si uno “está hecho” para esto y no se anima, es como quedarse encerrado en la casa, con miedo a salir o por aburrimiento, como estuvo a punto de hacer Bilbo ante la invitación de Gandalf y los enanos (ya se, es una historia de ficción, sí, pero con muchísimas situaciones humanas bien reales). Casi prefiere los platos de su madre y una vida cómoda y aburrida, en lugar de una aventura que al final lo transforma completamente, y que hizo que su vida sea, por así decir, más abundante.

Al menos estas son mis razones de fondo.

Una tristeza infinita

El cielo tenebroso y frígido parecía un símbolo de su alma. Una llovizna impalpable caía arrastrada por ese viento del sudeste que (se decía Bruno) ahonda la tristeza del porteño, que a través de la ventana empañada de un café, mirando a la calle, murmura, qué tiempo del carajo, mientras alguien más profundo en su interior piensa, qué tristeza infinita.

Sobre héroes y tumbas, de Ernesto Sabato.

Cuando terminé de leerlo, lo volví a leer nuevamente y ahora lo estoy haciendo otra vez. Lo mismo me pasa con algunos pensamientos de C. S. Lewis o Luigi Giussani, o incluso escenas de algunas películas como El Hobbit (me encanta la parte donde los enanos comienzan a cantar en la casa de Bilbo, melancólicos, antes de comenzar la aventura).

No es que me guste sentirme triste, para nada. De hecho, cuando leí esas palabras de Sabato me invadió el sentimiento opuesto, la alegría, el gozo. Y para que este sentimiento tarde lo más posible en irse, lo volvía a leer y lo mantenía en la cabeza.

Pero, ¿cómo es que pasa esto? ¿cómo es que una idea, afirmando la miserable condición del hombre, es capaz de despertar alegría y gozo?

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